En mi anterior entrada, recorría el centro de Madrid buscando una casa para mi personaje Mario. Paseé, sin itinerario definido, desde la Puerta el Sol hasta el final de Echegaray, donde finalizaba mi anterior relato. Esta bonita calle está dedicada a nuestro más desconocido y polifacético premio Nobel de literatura que además de escritor fue matemático, ingeniero, ministro y qué se yo cuántas cosas más.
Agotada la calle Echegaray giré obligadamente por Huertas, hasta llegar a la calle de San Sebastián donde me encontré con un viejo conocido: el Palacio del Conde de Tepa, ya restaurado y convertido en lujoso hotel. Al fondo divisaba la plaza de Santa Ana y el hotel de los toreros, hoy Meliá Me Madrid, con una terraza en las alturas digna de visitar.
Este antiguo palacio es protagonista de un importante suceso de mi novela, La ciudad doliente, y guarda en su interior dos bonitos secretos: una sala mágica de bóvedas vaídas, que creo que ahora sirve de zona de aguas para solaz de los clientes del establecimiento, y una zona acristalada que permite ver bajo el suelo subterráneo del palacio el "Viaje de Agua de la Fuente Castellana", una antigua canalización que, junto con otras, servía a la ciudad para abastecer de agua a casas y fuentes y que se construyó a comienzos del siglo XVII. En el palacio se puede contemplar un pilón de granito adonde llegaba el agua desde las galerías subterráneas de ladrillo en arco de medio punto. En el número 1 de la calle Almagro se conserva un registro accesible, por el que se pueden visitar las galerías de ladrillo de esta antigua obra hidráulica ya sin uso.
Justo enfrente del palacio nos encontramos con la parroquia de San Sebastián. Durante la guerra civil se destruyó el templo original casi por completo: el bando republicano, primero, lo quemó y el bando nacional, después, lo bombardeó con mucha puntería. El templo que hoy vemos es una reconstrucción poco fiel con la iglesia original. Conserva, eso sí, un tesoro en su interior que se anuncia al visitante con un azulejo.
"¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?" comenzaba uno de sus más conocidos y bellos sonetos. No me parece que un azulejo sucio sea la mejor manera de honrar la memoria del fénix de nuestras letras.
Por Atocha, tomé la calle Cañizares hacia la calle Magdalena, y a medio camino me topé con el restaurante "Casa Patas": flamenco en vivo y dieta mediterránea, buena combinación. Ya en la calle Magdalena descubro el palacio del marqués de Perales y su fachada barroca. Hoy es la sede de la filmoteca española.
Mas adelante paso frente a la bonita casa donde vivió y murió Alberto Aguilera el alcalde de la ciudad que aprobó el proyecto de la Gran Vía.
Otra casa de la calle, muy parecida a la del alcalde, adorna uno de sus balcones con unos pequeños pitufos azules.
Cuando cruzo por la calle Relatores, me paro a contemplar el azulejo que la rotula y que explica gráficamente el porqué del nombre. En muchas calles del centro de la ciudad aparecen este tipo de azulejos que explican con un sencillo dibujo, el acontecimiento, el oficio o la persona a que debe su denominación el lugar. Los relatores eran funcionarios de los Juzgados que "relataban" los expedientes judiciales a los Tribunales formados por varios miembros colegiados.
Cuando alcanzo la plaza de Tirso de Molina, los prunos en flor me la tienen engalanada y bonita.
Tirso de Molina es uno de mis dramaturgos preferidos del barroco, aunque el pobre tiene discutidas no pocas de sus obras. En "El burlador de Sevilla" aparece por ¿primera vez? el mito del don Juan. Y en otra de ¿sus obras? "El condenado por desconfiado", desarrolla una máxima teológica muy oportuna: "las señales no son de Dios, sino del diablo".
Salgo de la plaza por la calle Mesón de Paredes, no si antes mirar hacia la calle del duque de Alba y divisar uno de sus palacetes.
Mesón de Paredes fue el mesón que le dio nombre a esta calle donde abundaban, seguramente por ser el primero. Todavía podemos parar a tomar vino de consagrar en la Taberna Antonio Sánchez, fundada por el torero que le da nombre en el año 1830. Los rótulos de su madera nos transportan a la época.
Sigo caminando la calle hasta llegar a la fuente de Cabestreros, ya en las profundidades de Lavapiés. Aquí la gente que encuentro es de toda raza y nacionalidad y tengo la impresión de que se pasan muchas horas en la calle, hablando y trapicheando .
En el ensanche que le hace Cabestreros a Mesón de Paredes, encuentro el primer edificio que podría servirle de hogar a Mario. Se trata de un edificio muy desastrado que tiene muchas, si no todas, sus viviendas okupadas. Las sábanas que cuelgan con quejas, proclamas y símbolos del movimiento lo dejan claro. La comunidad que lo habita se auto denomina "La Quimera de Lavapiés".
No me convence el lugar ni el edificio, al que le falta algo, no sé, personalidad, por lo que sigo caminando en busca de un hogar mejor para mi personaje. Llego al final de la calle, donde alcanzo lo que queda de las Escuelas Pías de San Fernando, en el cruce con la calle Sombrerete. Este edificio derruido y reconvertido parcialmente en biblioteca, fue escuela multitudinaria y gratuita de pobres y menesterosos tutelada por los padres Escolapios. La iglesia, de la que se conserva parte de la nave cuadrangular, debió ser magnífica a juzgar por sus restos.
Mi idea, entonces, es llegar por Sombrerete hasta la plaza de Lavapiés y subir desde allí toda la calle de igual nombre, porque ¿qué mejor lugar para que Mario viva que la plaza o la calle que dan nombre al barrio? Antes de emprender de nuevo la búsqueda, me detengo a contemplar la corrala que se levanta entre Tribulete y Sombrerete pero que regala su fachada vista a Mesón de Paredes. Estoy tentado de que Mario viva en un lugar tan pintoresco y tan cargado de historia popular, pero ya no es el tiempo de Galdós y hoy día este edificio, por su singularidad, se ha revalorizado mucho (incluso se representan zarzuelas en su patio) y no sería creíble como vivienda del infortunado y pobre Mario.
Emprendo el camino previsto, pero no encuentro nada en la plaza de Lavapiés que cumpla con mis expectativas. Tampoco veo nada que me sirva en el primer trayecto de la calle Lavapiés, donde sigo andando entre etnias y lenguas extranjeras. Por azar me desvío de Lavapiés y tomo la calle de Jesús y María, que le nace en un chaflán a Lavapiés y luego continúa su camino más o menos en paralelo. De repente, en el horizonte de la calle, diviso una bandera pirata que promete.
Me acerco hasta el lugar, justo en el cruce con la lúgubre calle de la Cabeza. Allí, sin que yo lo hay sabido hasta ese momento, me espera la casa de Mario. El inmueble amenaza ruina y está okupado, con proclamas del movimiento, adornos, muñecos y banderas reivindicativas por toda la fachada. Pleno de personalidad. La búsqueda ha terminado.
Con mi objetivo cumplido, volví a la plaza de Tirso de Molina justo cuando me empezaba a amenazar una tormenta de verano.
Me cobijé en el metro justo a tiempo para no empaparme. La red de metro de Madrid es la octava del mundo y la segunda de Europa, solo detrás de la de Londres, qué bien.